Abel Ros.- Aquella noche, conocí a Juana, una mujer de unos cincuenta y pocos que frecuentaba El Capri los viernes a deshora. Corría el año 1993, un año terrible para los míos. El cierre de la empresa familiar, las deudas y las lágrimas se convirtieron el estribillo de los días. En aquellos tiempos, mi autoestima estaba en números rojos. Tanto que los espejos sobraban en los muros del hogar. Y tanto que el patito más feo del lago era un esfinge al lado de mi cuerpo de hojalata. De un cuerpo delgaducho, miope y desaliñado. El Capri se convirtió en mi segunda casa. Gracias a Peter, aprendí que los días sabemos como empiezan pero nunca como acaban. Aprendí que somos únicos e irrepetibles. Tanto que nuestro valor – nuestra dignidad – es superior al dinero. Recuerdo una frase que me dijo el tío Paco, el padre de Peter: "Riega tu huerto, cuida los árboles". Y acto seguido, añadió: "porque si no lo haces, no recogerás la cosecha".
Amplliar en El Rincón de la Crítica